Emmaskarada

Algunos relatos- que no encontrarás aquí- están reunidos en el volumen "Te dejé en Lisboa", de la editorial Amarante. Si eres un aficionado crítico literario agradeceré que te lo bajes para darme unos azotes. Nada me gustaría más.

martes, marzo 12, 2013

Volver a Madrid III : La Ventilla





Marcelo ha visto a la mujer pasar ya tres veces delante de la puerta del supermercado. Lleva una bolsa de plástico amarilla en una mano y el bastón en otra, cuando pasa a su lado levanta la cabeza y le sonríe.
-          Qué frío hace hoy leches…
Marcelo sujeta un vaso de plástico, esperando que los clientes que salen del supermercado depositen dentro algo de suelto. Lleva poco tiempo mendigando, antes trabajaba de chapista, allí, al torcer la esquina, en la calle Padre Rubio, no muy lejos de donde queda el supermercado.
La anciana murmura que ha perdido las llaves de su casa y va mirando despacio cada palmo de suelo a ver si las encuentra. No quiere avisar a su hija porque como se entere de que ha perdido las llaves otra vez de esa no se libra y seguro que la ingresa en una residencia. Todo eso se lo ha contado al pasar por tercera vez, cuando ha levantado la cabeza para sonreírle.
Claro que a él no le importaría ayudarla, piensa rascándose la cabeza, ella no vive muy lejos del supermercado, allí, señala con un dedo tembloroso la mujer, en ese edificio de color yema de huevo.
El mendigo no sabe qué hacer, por un lado el instinto de supervivencia, tan arraigado, le dice que no abandone su puesto, que espere hasta que el supermercado eche el cierre no sea que al irse se ponga en su lugar el portugués que lleva días rondándolo. Pero por otro lado la anciana está tan desorientada, ha bajado a la calle sin abrigo- era sólo a un recado a por lo que iba- lleva unas pantuflas de cuadros, un jersey fucsia de punto y una falda marrón de paño que le llega hasta las rodillas. Finalmente, Marcelo accede a echar un vistazo por la acera. Ella le sigue, poniendo empeño en fijar los ojillos en el suelo, a pesar de que Marcelo pronto se da cuenta de que no ve ni tres en burro.
-          ¿Dónde habrán podido ir a parar? ¡Si las llevaba en la mano!
Marcelo se sube la cremallera de su raído anorak hasta el cuello. Tiene las mejillas chupadas y el pelo ralo, los pantalones le cuelgan y se pisa el dobladillo al andar. Le cuesta levantar los pies del suelo.
La anciana golpea con la garrota la acera. Se detiene. Marcelo se agacha pero sólo es la anilla de una lata.
-          En este barrio la gente era antes más amable… tú, ¿cómo te llamas hijo?
-          Marcelo
-          Ah, claro, Marcelo… ¡yo te conozco!
-          Cómo me va a conocer señora…
-          Que sí, que sí, ¿tú trabajabas con Angelito el del garaje?
Marcelo se gira para contemplar a la mujer más detenidamente, está claro que se le ha escapado algo.
-          Sí, señora, yo trabajé con Angelito muchos años.

-          ¿Ves hijo como no estoy tan chocha?
Marcelo guiña los ojos.
-          Yo a usted sin embargo nunca la he visto. 

-          Mi hija, la que me quiere llevar a la residencia es la Feli, Felicidad, la que despachaba en la churrería.
Marcelo recuerda las mañanas antes de ir al taller pasar por la churrería para comprar un cucurucho de papel de estraza que una muchacha de pelo oscuro le tendía rápido y riendo, porque le quemaba en los dedos. No puede creer que el tiempo haya pasado tan rápido, se frota los ojos, a él le gustaba aquella muchacha a la que de vez en cuando piropeaba pero nunca insistió porque estaba claro que la Feli hija tenía aspiraciones más altas.
-          Sí señora, tiene usted razón, yo conocí a su hija.
Están los dos junto al portal de la casa de la anciana, mirando estúpidamente al suelo mientras hablan. El carnicero les contempla desde la puerta de su establecimiento, al otro lado de la calle, sujetando un cigarrillo entre el dedo pulgar y el corazón. Lleva la raya peinada a un lado y en el pliegue de sus parpados se dibujan miles de arrugas.
-          ¿Qué pasa Feli?- grita.
-          ¡Ay Fausto, buscando las llaves que me se han perdido!
-          ¡Me cagoendiez  Feli!- Fausto arroja la colilla al suelo y cruza la calle con un par de zancadas- ¡Eso no puede ser!
Marcelo baja los ojos. Conoce al carnicero desde hace mucho tiempo y el carnicero le conoce a él y a su tragedia. A pesar de todo Marcelo se avergüenza de sus ropas raídas, de su olor a rancio, de sus manos roñosas. Aún sostiene el vaso de plástico para las limosnas e intenta guardárselo en el bolsillo.
-          Todavía no han aparecido- dice, intentando aparentar la normalidad de un vulgar vecino.
Fausto no dice nada. Su negocio no va bien: Antes, además de la carne, vendía huevos de corral, patatas que traía del pueblo, palos de escoba. Ahora en la Ventilla le compran tres o cuatro de los de siempre, de los que siguen vivos, los demás van al supermercado. No es más barato que en su tienda pero les gusta más ir al supermercado.  Cuando cerraron el taller y Marcelo se gastó el dinero de la indemnización invitando a rondas en el bar Fausto fue uno de los que se quedaron con él hasta tarde, bebiendo botellines y mirando el fútbol, sin preguntarse por qué Marcelo gastaba así su dinero. Total,  él tampoco se preocupaba de lo suyo. Pensaba que eran eternos y ahora allí estaban : la Feli con la cabeza perdida, el Marcelo escondiendo el vaso de plástico en el bolsillo y él a punto de quedarse sin lo único por lo que se había levantado cada mañana desde hacía más de treinta años.
-          ¡Ná! Tres pares de ojos ven mejor que uno solo- Fausto dio una palmada, fingiendo entusiasmo- ¡Vamos a buscarlas!
La Feli dice:
      -   Yo he ido por aquí, despacito, despacito, porque con lo de mis huesos no puedo acelerar.   He llegado al supermercado, he comprado  y entonces ha sido cuando me he echado la mano al bosillo y las he echado en falta.
Marcelo murmura:
-          Venimos todo el camino mirando al suelo.
Se junta entonces al grupo la Antoñita, una señora de unos setenta años, con gafas de concha oscura, el monedero debajo del brazo. La Antoñita arrastra siempre con ella a un caniche con calvas, de ojos velados por las cataratas y que ella trata como a un niño. Vive sola en el mismo edificio de Feli, tartamudea un poco. Uno de sus hijos murió por una sobredosis de heroína. Los otros hijos apenas van a verla, aunque le pagan las facturas.
-          ¡Uy! ¿Qué pasa aquí?
Feli la mira y le cuesta reconocerla.
-          ¡Que soy yo, Antoñita!- chilla la mujer poniéndole una mano en el brazo.
El caniche gruñe y se queja, quiere volver a casa porque tiene frío pero la Antoñita no está dispuesta a permitir que piensen que es una antipática. Apenas se informa de lo que ocurre se une  a los demás en la búsqueda de las llaves. Mientras, todos se quejan del frío que hace, Feli dice que no va a llegar al final del invierno, por lo de sus huesos y Antoñita se ríe, enseñando una boca en la que faltan varias piezas.
-          ¡Que no mujer! Una no se muere por dolor de huesos.

-          Como mi hija me mande  a la residencia me muero seguro.

-          ¿Cómo va a mandarla a una residencia? ¡Pero si están todas colapsás!- la Antoñita se ríe escandalosamente de su ocurrencia.
Rosaura, la gitana que vende flores en Plaza de Castilla pasa por allí con su capazo. Lleva un delantal azul cielo sobre la falda negra, el pelo largo y lustroso le cae por la espalda en una trenza apretada. No puede evitar detenerse.
-          Buenas tardes…
Feli menea la cabeza tristemente, se lleva la mano al pelo y apoya la espalda en la pared de su casa. Rosaura indaga.
-          ¿Qué le pasa a la mujé? 

-          Que ha perdido las llaves de su casa.
La Rosaura deja el capazo con los claveles en el suelo y se pone a mirar como los otros. Tiene la nariz aguileña y la piel tostada, no parece sentir el frío pues va sin medias y las mangas del jersey remangado. Marcelo mira a la Feli suspirar, ponerse la mano sobre la boca, y sabe que tiene miedo. Fausto habla con Rosaura mientras se echa otro cigarro, la gitana escudriña en el hueco oscuro de una alcantarilla. Marcelo se siente de nuevo como si nunca hubiera pasado una tarde entera de pie frente al supermercado pidiendo limosna,  como cuando trabajaba en el taller y por las tardes iba a  el bar a tomarse unos botellines con Fausto. Antoñita se le acerca, tirando del tembloroso caniche. La mujer indaga tímidamente sobre su madre, si todavía está viva, le pregunta. Marcelo niega con la cabeza y empuja el vaso de plástico al fondo de su bolsillo. La Antoñita  le dice que vaya cualquier domingo a comer a casa, que siempre pone cocido aunque ahora sus hijos ya no se pasen, pero que aun así sigue poniendo cocido, que le sale muy rico. Marcelo no recuerda cuando fue la última vez que comió cocido, masculla gracias señora mientras mira al suelo tozudamente y es entonces cuando las ve, brillando entre la hierba que rodea el alcorque de un árbol, aumentadas con el fulgor de una lágrima que le tiembla en el ojo, allí, las dichosas llaves de la Feli.




martes, enero 22, 2013

Volver a Madrid II : La loca de las palomas




Le extrañaba que se pudiera llegar tan fácilmente a la locura: Tan sólo parecía necesitarse la dosis justa de dolor, soledad y quizá,  poseer una aguda sensibilidad. Lo de la sensibilidad era importante, meditó, o al menos eso había dicho el psiquiatra.
De todas formas el diagnóstico no había sido en absoluto claro. Tuvo que leerlo un par de veces para luego, ya en casa, ir corriendo a consultarlo en internet. No le impresionó descubrir que, pasando por alto todos los eufemismos, estaba, técnicamente, loca. Lo que sí le chocó fue la facilidad con la que se había deslizado por aquella pendiente, lo fácil que había resultado dejarse caer.

Se sentó en el sofá y abrió el álbum de fotos. Aunque había contemplado las fotografías innumerables veces aun le fascinaba descubrir que había sido una vez otra: Una niña con coletas, quizá no muy sonriente, pero desde luego alguien completamente ajeno a lo que ahora parecía cernirse sobre ella. Se detuvo frente a una foto y puso un dedo encima de su sonrisa desdentada, miró sus piernecillas apareciendo debajo de la falda del uniforme escolar. Detrás de ella estaba su abuela, con una mano tendida, ofreciéndole la merienda.

Después de unos minutos levantó los ojos y miró a su alrededor, desesperada. La casa estaba en silencio, sólo se oía el tic-tac del reloj en la cocina. No había más opciones que tomarse las pastillas que le habían recetado, tomárselas y esperar, dejar que fuera el tiempo el que decidiera. Pero tenía miedo, tenía tanto miedo ¿y si se quedaba así toda la vida?

En la calle, debajo de su casa, vivía una de las locas más conocidas del barrio. Era una mujer de una edad indefinida, tenía el pelo gris y siempre llevaba un gabán raído y una maleta con ruedas que arrastraba a todas partes. “La loca de las palomas”, la llamaban, porque metía las manos en los bolsillos de su gabán y extraía, como por arte de magia, uno, dos, hasta tres puñados de migas de pan para los pájaros. Se sentaba en un banco delante de los bloques donde ella vivía y regaba la acera de migas. Cuando era pequeña le fascinaba contemplarla desde cierta distancia. Los gorriones se le subían a los brazos, a las rodillas, y a ella le daba envidia.
-¿Cómo hace aquella mujer para encantar a los pájaros? Cuando yo me acerco salen volando.
Los pájaros, los pequeños pájaros que aparecían en los jardines de la ciudad cuando se acercaba la primavera.  O las encantadoras pajaritas de nieve con su piquito oscuro y sus patitas frágiles en invierno. Una vez, observando detenidamente a uno de esos pajaritos volar de rama en rama le pareció que se había detenido el tiempo. Cuando volvió en sí no sabía dónde estaba, miró a su alrededor asustada, oía el estruendo del tráfico en la ciudad, los gritos de los otros niños jugando en el parque, pero ella ¿quién era ella? Y, sobre todo, ¿qué hacía allí parada?
Desde entonces le dio por pensar que poseía el poder de detener el tiempo con sólo observar a los pájaros. Lo que desde luego no sospechaba es que a eso la ciencia moderna lo llamaba locura. Tampoco tenía ni idea que la locura doliera tanto.
Fue a la ventana del  salón y subió de un tirón la persiana. La ciudad resplandecía como una joya de plata. El cielo estaba raso y un pequeño lucero titilaba en lo alto. Era el lucero al que se encomendaba su abuelita. “El Lucero de los amores”.
-¿Por qué lo llamas así abuela?
-Cuando yo era joven y el abuelito estaba en la guerra él me decía que por la noche buscara a ese lucero en el cielo, que cuando lo encontrara no le quitara ojo, que le mirara hasta que se me saltaran las lágrimas.
-¿Por qué te pedía eso?
A la abuela no le importaba contar mil veces aquella historia.
-Porque a esa misma hora él estaría durmiendo al raso junto a las trincheras, y él también estaría mirando como yo, mirando fijamente al lucero. De esa manera podríamos comunicarnos, dijo, decirnos cuánto nos queríamos sin cartas.

Abrió la ventana y sacó medio cuerpo fuera. De repente, como si la hubiera convocado, de entre las sombras del jardín surge la figura inconfundible de “la loca de las palomas”. La contempla casi sin respiración, asombrada porque se da cuenta por primera vez que la loca es una de las pocas personas que conoce desde que es una niña. ¿Desde cuándo arrastrará aquella maleta? "La loca de las palomas" vive en los jardincillos que rodean los bloques de pisos, durmiendo al raso, como su abuelo cuando estaba en las trincheras.
-Psss- la llama desde la ventana.
Vive en un primero, muy próximo a la calle.
La loca de las palomas se gira, tiene una nariz chata y enrojecida, los ojos pequeños y la barbilla redonda como una patata.
-¿Quién es?
-Soy yo, en el primero.
Lo más increíble de todo es que ella parece reconocerla. 
-¿Qué quieres?
Siente un nudo en la garganta y dice:
-Es que tengo miedo…
La loca abre todo lo que puede sus pequeños ojos. Después se da una palmada en los muslos y se echa a reír descontroladamente.
-Ah, sí, uuuuu, ¡que viene el coco!- y estira las manos agarrotando los dedos como si tuviera garras- ¡que viene el coco…!
Entonces se acuerda, cuando aún era la niña de las coletas del álbum hubo un verano en el que les dio por jugar a asustar “a la loca de las palomas”. Se juntaban todos los niños del bloque y la acechaban en silencio, escondiéndose detrás de los aligustres y de los bancos. La loca de las palomas estaba casi siempre sentada al sol, canturreando y lanzando miguitas de vez en cuando al aire. A la señal de uno de ellos alguien se atrevía a lanzarle una piedrecita, después otro, tomando aire gritaba: “¡Loca!” “¡Bruja Loca!”. Entonces ella se giraba  y levantaba las manos agarrotando los dedos despacio,  como si se estuvieran transformando en garras. Después de eso todos los niños gritaban, enloquecidos, “¡El coco!  ¡Que viene el coco!” y se escabullían entre los arbustos. Ella recordaba haber gritado como los otros, sintiendo el delicioso tirón del miedo en el estómago. Sólo una vez, la loca de las palomas consiguió atraparla sujetándola de un tobillo. La niña que había sido se retorció chillando como si la estuvieran desollando viva hasta que, sin querer hacerlo realmente, le dio una patada en la cara. Las dos se habían quedado unos segundos en suspenso, mirándose  a los ojos, después de eso ella se había escapado con el estómago encogido.
Todo aquello le vino a la memoria, como si hubiera estado dormido durante mucho tiempo.
La mujer se pone seria de repente, sus ojos son dos puntadas de alfiler, llorosos, la barbilla le tiembla cuando dice.
-Pero yo no te lo tengo en cuenta- y mueve los brazos como aspas- Yo te perdono… ¡ea! ¡te perdono! ¡estás perdonada! ¡ sigue tu camino! ¡perdonada! ¡perdonada!
Ella siente que el corazón se le esponja.
La loca de las palomas se da  la vuelta, para esconderse mascullando, tras la sombra de una farola.


domingo, noviembre 04, 2012

Volver a Madrid

La gata de la señora Justa se llamaba Urraca porque era blanca y negra. Según la señora Justa se daba demasiada importancia.
-Mira si se creerá importante que cuando viene a verme mi hija la gata se esconde. Se pone rabiosa porque le hago más caso que a ella. Sólo vuelve a aparecer cuando ya se ha ido y bueno… ¡hasta que se le pasa el berrinche!
La señora Justa mira hacia arriba y dice, bajando la voz.
-En el primero vive una chica muy buena y muy trabajadora, tiene dos niños pequeños, chico y chica. Los pobres están solos todo el día, hasta la noche que ella vuelve de limpiar oficinas… mira, ahí tienes al niño.
Un chaval moreno, de unos once años, con el pelo rizado y los ojos redondos está asomado al balcón, enrosca las manos en la barandilla, introduce los pies descalzos entre los barrotes, se contorsiona.
-¿Qué haces ahí, hijo?
El niño mira a la señora Justa sin dar señales de reconocerla, vuelve a retorcerse como si le hubiera dado un calambre, luego se pone a reptar por el suelo de la pequeña terraza.
-Pobre, se aburre, todo el día metido en casa y con este calor…
-¿Y el padre?- pregunto yo.
-¡El padre! Vete a saber dónde estará el padre.
Las dos nos quedamos mirando a una anciana que acaba de abrir en ese momento la puerta de la calle. Se apoya en un bastón, tiene el pelo blanco y va tan encorvada que apenas ve más allá de sus pies.
-Y esa es Chelo, Consuelo, tiene la espalda destrozada desde que se cayera al subir a un autobús. Vive sola y no puede con su alma. Pero ahí que la tienes, sale todas las tardes a dar su paseo.
Yo la miro ¡es tan vieja! los brazos son delgados y translúcidos, pueden verse sus venas azules atravesándolos, casi negras, los pies hinchados embutidos en unas pantuflas de invierno.
-¡Anda que no he pasado yo horas en casa de Chelo! Cuando era pequeña mi madre no tenía donde dejarme y me subía a su casa. Chelo era guapa, pero muy nerviosa, el día que dio a luz a su único hijo yo estaba en su casa. Vinieron todas las vecinas. La Chelo gritaba que ya no quería tener al niño, que pararan el parto,  que ella no quería saber nada. No veas cómo se rieron de ella…a ver, la pobre no tendría más que veinte años y estaba acojonada. Luego el hijo murió, de esa enfermedad tan mala…
-¿Qué enfermedad?
-No sé, una que les daba a los drogadictos, por pincharse, decían.
-Ah, sida.
-Eso sería... la Chelo siempre fue una señora, iba muy arreglada, su marido bebía y a veces la insultaba. Pero ella le miraba muy digna, con el cuello así- y la señora Justa estira el cuello, entornando los ojos- y al final el marido se achantaba, no podía soportar su mirada. La Chelo cantaba muy bien, le encantaba Juanita Reina… ¡ay mi Chelo!
La señora Justa comienza a dar gritos.
-¡Chelo! ¡Chelo! ¡Chelo!
La anciana se detiene y levanta la cabeza con esfuerzo, tiene los ojos almendrados, muy oscuros, y las cejas arqueadas. Sonríe y levanta una mano, reconociéndola.
-En mi calle sin salíaaaaa- comienza a cantar la señora Justa- yo no puedo caminaaar, ni de noche ni de día, ni palante ni paaaaatrásss
Las dos se miran sonriendo y la señora Justa comienza a mandarle besos.
-¡Guapa, guapa, más que guapa!
Después se vuelve hacia mí, con lágrimas en los ojos.
-Lo que habrá sufrido esta mujer… ¡bueno!- se limpia la mejilla con el dorso de la mano- ¡Lo que hemos sufrimos todos!
Yo miro al niño en el balcón, ahora su hermana se le ha unido, los dos apoyan la barbilla en la barandilla y se dan patadas, sin mirarse.
-Éramos muy pobres, muy, muy pobres…- continúa la señora Justa meneando la cabeza, como si todavía no llegara a creérselo.
-¿Y a su marido cómo lo conoció?
-¿Yo?- abre mucho los ojos- Pues en una kermés, ya ves qué original.
-¿Una kermés?
-Sí, un baile… yo no podía entrar, era muy niña todavía, pero mi prima me coló y él… ¡en cuanto me vio me sacó a bailar! Era muy guapo y yo pensaba ¿y este por qué se habrá fijado en mí?
-Porque también serías muy guapa…
-No, yo guapa no era, era muy echá palante, eso sí… pero pasa a casa, pasa y te enseño fotos- la señora Justa abre la puerta, una vaharada de humedad sale del portal- ¡Y vosotros, niños, estaos quietos que cuando venga vuestra madre se lo pienso decir!
Los dos hermanos libran una encarnizada pelea en el pequeño balcón, el niño le tira de los pelos a ella y la niña le acribilla a patadas.
-A ver, están solos todo el día, pobres criaturas…- rezonga empujando la puerta del bajo, donde vive- yo, de niña, nunca estuve sola, me subían con Chelo o me dejaban con quien fuera, los vecinos nos ayudábamos mucho. Ahora, estos dos de ahí, no me los deja la madre. Prefiere que se queden solos, con la tele o pegándose todo el día.
La casa de la señora Justa era diminuta, sus caderas golpean el mueble del recibidor al entrar. Sobre la televisión infinidad de fotos de su hija y sus nietos. Hay también un sofá de piel verde, con tapetes de ganchillo en los brazos y en el respaldo, donde una gata blanca y negra se lame una pata. La gata se detiene para mirarme con desconfianza y en cuanto abro la boca sale disparada.
-¿Ves? Una engreída doña Urraca, una señoritinga… ¡no soporta a nadie!
La señora Justa abre el cajón de la mesa de la cocina y de allí extrae un puñado de fotos en blanco y negro, mezcladas con otras en color donde aparecen sus nietos, mofletudos. De entre todas ellas selecciona una y me la tiende. Yo no me he movido del sitio, es imposible avanzar más allá del recibidor sin tropezar con el cuerpo de la señora Justa, que parece llenar la casa entera.
-Mira, esta era yo.- proclama con orgullo.
Me encuentro con los ojos de la señora Justa, las cejas muy pintadas, los labios gruesos y rojos y el pelo negro, rizado y corto. Llevaba un collar de perlas alrededor del cuello y miraba a la lejanía, con una chispa de vergüenza, pero también de alegría.
-Tenía veintiún años. Esa me la hice antes de casarme, para dársela a mi novio.
Le di la vuelta a la foto, allí, escrito en tinta azul podía leerse lo siguiente.
De todas las bendiciones, la más grande es quererte. Siempre tuya, Justa”
-Me dijo que le daba miedo.
-¿qué le daba miedo?
-Lo que pone detrás de la foto, lo leyó y me dijo que le daba miedo.
La señora Justa sobaba la cruz dorada que le rodeaba el cuello, yo la miré con mayor atención, seguía teniendo los ojos alegres y el pelo rizado, ahora canoso. 
-¡Decía muchas tonterías!
-¿Dónde está ahora?
-¡Uy! Murió joven, de cáncer…la niña sólo tenía tres años.
Se queda callada.
-Para el dolor le daban buscapina, fíjate, antes no había nada… me pedía que le matara, me veía tejer a su lado y me pedía que le clavara la aguja de hacer punto y le matara… ¡pobrecito mío!
-¿Le querías mucho?
- Mucho, mucho, mucho, ¡le adoraba! Porque una cosa te voy a decir hija, ya no se quiere como se quería antes. Como se quería entonces ya no quiere nadie, como quería la Chelo, y mi madre, como queríamos las mujeres de antes… ¡ah, eso era querer aunque le reventaran a una las entrañas!
La gata Urraca asoma la cabeza por la puerta de la cocina, mira a la señora Justa y después posa sobre mí una larga mirada felina.
-No le gusta nada que estés aquí, ¿ves? Te está diciendo que te vayas, con toda la caradura del mundo.
-Bueno, pues yo ya me voy…
-No creas que sólo hay penas que contar. Lo que pasa es que ahora te das cuenta- ella deja caer los brazos y mira en torno a la pequeña estancia- de que no ha servido de mucho tanta lucha. Porque dime tú… ¿tanto luchar para qué? ¿Para qué?
La gata Urraca no me quitaba la vista de encima. Yo no sabía qué contestar.
-Perdona, hija- la señora Justa sonríe, como disculpándose- Otro día te cuento más.


miércoles, enero 27, 2010

Sus Labores



Entrega V y final


(diatriba feminista y lágrimas)




Voy Bravo Murillo arriba y me cruzo con ancianas, ancianas de pelo pulcramente teñido y corto que llevan bolsas de la compra, salen del Mercado, algunas van muy cargadas y yo me pregunto ¿por qué han de ir las ancianas de España siempre tan cargadas?, con tres o cuatro bolsas de plástico lacerando sus manos, o tirando lentamente de un pesado carrito de lona a cuadros.
Dudo mucho que les espere en casa una turba de críos, como mucho tendrán a un marido postrado por la artritis o a algún nieto sobrealimentado. La única explicación que hallo es que, después de tantos años trabajando como burras de carga ya no sepan hacer otra cosa más que eso; trabajar como burras de carga. Seguro que cuando llegan a sus casas lo primero que hacen es remangarse y ponerse a preparar albóndigas, o a fregar el suelo de rodillas, o a lavar cortinas y remendarlas. Mientras lo hacen, oyen las voces fantasmales de sus hijos jugando por la casa, sus insistentes preguntas “¿Cuándo comemos mamá?” o “¡Mamá, Juan me ha dado una patada!” y sonríen recordando el tiempo en el que, una vez, fueron madres. Cuando vuelven a la realidad, se enjugan una lágrima que les deja en la mejilla un rastro de harina, o de amoníaco.
Pensar en todo esto no es nada divertido, lo sé, pero no puedo evitarlo, es como si se hubiera abierto de repente la espita del resentimiento. Camino con renovada energía y tomo la acera de la derecha que me llevará a la calle Sausau. La vida es una puta mierda para las ancianas de España, continúo, pero también para las cincuentonas como yo. Recuerdo que en mi carnet de identidad estaba escrito, junto a la palabra profesión, “sus labores”. “Sus labores”, como si fuéramos un jodido animal. Por culpa de aquella mierda de “sus labores” me dediqué veinte años a estar casada, lo que me ha llevado a mi actual situación: parada sin derecho a ninguna pensión porque no coticé durante el matrimonio y ningún juez pensó que no podría encontrar un trabajo después de divorciarme de Paco, como si se pudiera encontrar un trabajo tan fácilmente con cincuenta años. Y así estoy ahora, viviendo de la pensión de viudedad de mi madre- gracias papá por morirte - pero cuando mi madre desaparezca no sé qué es lo que voy a hacer.
Comienzo a sudar y entro por la calle Sausau, todos estos pensamientos han acabado con mis escrúpulos finales ante la idea de contribuir a enviar a la joven ejecutiva al paro. No se va a acabar la humanidad porque una niña de papá se vaya a quedar una temporada sin cobrar, me consuelo.
He llegado al portal y presiono el timbre donde pone “Detectives Lamar”.
-Alea jacta est.- digo.
-¿Cómo?
Se me olvidó que el jefe de los detectives carecía de sentido del humor.
-Soy Carmen Dimas, abra, traigo la información.
El jefe de los detectives me abre la puerta con el purito colgándole de la comisura de los labios, y me mira unos segundos con ojos adormilados. Después, se adentra por el pasillo hacia su caótico despacho.
- ¿Y bien?
Respiro hondo antes de contestar.
- No está embarazada.
Aquello no parece sorprenderle. Golpea el purito contra el borde de la mesa.
-Lo sabía, la muy perra hizo correr el rumor para que no le pasara nada…
Considero cuidadosamente la expresión “la muy perra”, no me parece muy profesional, la verdad.
El esta ahora rebuscando en un cajón con aspecto de cansada resignación. Finalmente me tiende un billete de cincuenta euros que yo acepto sin rechistar.
- ¿No me va a preguntar cómo he conseguido averiguarlo? ¿No quiere pruebas?
El jefe de los detectives suelta un bufido.
-No necesito pruebas, sé perfectamente que dice la verdad. Además, si quiere seguir con nosotros no le conviene mentir.
Y suelta una horrible carcajada que termina en golpe de tos.
-¿Puedo preguntarle algo?- pregunto, introduciendo el billete cuidadosamente doblado en el bolsillo trasero de mi pantalón.
- Adelante
- ¿Cuánta gente trabaja en la agencia de detectives Lamar?
El jefe de los detectives alza las cejas con sorpresa.
- Obviamente eso no es de su incumbencia,
De repente me doy cuenta de lo terrible que es todo y siento ganas de llorar. Pero supongo que he perdido la costumbre, porque no me sale ni una sola lágrima.
El detective chupa su purito mientras mira por la ventana, después se vuelve y lo blande frente a mí.
-Escuche Carmen Dimas, los dos estamos en la misma situación. Yo no me meto en su vida, y usted no se mete en la mía. Es verdad que esto no se parece a nuestros sueños de juventud. Yo quería ser detective y usted… bueno, no sé lo que quería ser usted. Siento tener que hablarle así, siento tener que pagarle sólo cincuenta euros, pero ha de saber que detrás de nosotros hay mucha gente empujando y si queremos sobrevivir no podemos dejarnos aplastar. Nada habrá tenido sentido si lo hacemos, y es eso lo que queremos ¿verdad? Que todo tenga un sentido ¿no es así?
Al jefe de los detectives se le han puesto los ojos brillantes, se pasa la mano varias veces por el escaso pelo que le cubre el cráneo con desesperación.
- ¡Hay que resistir!- gime.
Yo asiento, creo que tiene razón. No somos trastos viejos que se puedan esconder en un armario, tenemos un pasado, no estamos muertos. No somos como esos dos paraguas negros que descubro junto a la puerta, exangües en el suelo, como cuervos partidos por un rayo.
El jefe de los detectives me acompaña hasta el recibidor y me da la mano por primera vez desde que nos conocemos.
- Alegre esa cara mujer.
Yo me esfuerzo por sonreír.
-La llamaré.
Y entonces sé que es verdad, que me va a volver a llamar. Hacemos un equipo formidable.
Voy hacia el coche caminando Bravo Murillo abajo, mamá me espera en casa, me la imagino sentada en el sofá, mano sobre mano, mirando los geranios del balcón con una sonrisa en los labios, esperando a su hija para cenar.
Por fin, se me humedecen los ojos. Y lloro.

sábado, octubre 27, 2007

Mariana

Se iba el sol en el andén. Mariana fumaba. Tenía diecinueve años, pelo largo y liso sobre la espalda, los brazos desnudos y morenos apretados contra el cuerpo. Fumaba mirando insistente hacia la vía y se abrazaba como si tuviera frío. A lo lejos la ciudad rugía. Los vencejos chillaban volando a ras del suelo y no había nadie en el andén a excepción de ella. Por un momento pensó que el tren no vendría, quizás no vendría, era Domingo, Agosto en Madrid, ¿por qué habría de venir? Se sentó con la espalda apoyada en la pared de las taquillas, estiró las piernas sobre el cemento, las rodillas rugosas con alguna cicatriz que se había hecho de niña montando en bicicleta. Tiró de la mini falda y se miró los dedos manchados de nicotina, arrojó el cigarro y contempló las hormigas que buscaban algo incansablemente entre las piedras, merodeaban por todos los lados, siempre atareadas. Mariana levantó los ojos. Había llegado hasta allí andando desde la gasolinera, andando por el arcén de la carretera. Se había concentrado en mantener la mirada baja pero muchos conductores la habían silbado a través de las ventanillas abiertas. Ahora estaba sola. En el restaurante de la gasolinera, en las taquillas, se había quedado su uniforme. No volvería a recogerlo. No, después de lo que había pasado.

Mariana había trabajado cuidando niños, repartiendo propaganda, vendiendo libros de crucigramas de puerta en puerta. Cuando trabajaba en eso de los crucigramas le encantaba que le abrieran la puerta de las casas mujeres desconocidas con niños en brazos, o rulos en la cabeza. Le gustaba fisgar la decoración del salón al fondo y husmear el olor de lo que se cocinaba. Si la señora era amable y la dejaba pasar Mariana podía ver mucho más cosas; la puerta de la cocina abierta y un canario en una jaula en el alféizar de la ventana, o un montón de imanes pegados en la nevera, o una chica de su edad en pijama mirándola pálida desde la puerta de su cuarto. Ese trabajo sí que le había gustado. Pero apenas ganaba para pagarse el bono transporte y de eso no se podía vivir toda la vida. De hecho, se preguntaba Mariana, ¿de qué trabajo se podría vivir toda la vida?


Se daba cuenta de lo que había hecho y se sentía bien. Hubiera sido horrible si todavía siguiera allí. Nada le importaba ahora, aunque echaría de menos al chico de mantenimiento, de quien sabía se había enamorado ¿Por qué? No porque fuera guapo no, sino porque miraba a la gente y la entendía de una sola ojeada, porque había hablado con ella aquella tarde, los dos fumando un cigarrillo en la puerta de atrás junto a los cubos de basura, él diciéndola que no se sentía español, que no se sentía de ninguna parte, contándoselo con voz tranquila, también que le gustaba el olor del verano seco en la hierba y el canto de los grillos, que no necesitaba dinero para ser feliz. Ella estaba tan de acuerdo con eso, no podía estar más de acuerdo y le dijo lo que pensaba; que todos estaban amargados porque buscaban la felicidad donde no se encontraba. El entonces la había mirado fijamente y le había rozado la punta de la nariz con un dedo, sonriente.

Desde ese día si Mariana le veía silbar con la escalera en el hombro y él la guiñaba un ojo se sentía feliz para todo el día, y servía las cañas soñadoramente y no prestaba más atención de la debida al tono grosero de Juan, el gerente, ni a los ojos tristes y mezquinos de los hombres que paraban en la gasolinera.

Por eso, ahora lo pensaba bien, lo que había hecho seguro que era de la aprobación del chico de mantenimiento, aunque ya no volvería a verle, pensó, y entonces él tendría que preguntar a Juan que qué había sido de esa chica morenita, la ecuatoriana, cómo se llamaba, Mariana, que ya no venía. Y Juan le contaría la historia, mal contada porque no tenia ni puta idea de lo que había pasado, la morenita me armó una con un moro la otra tarde, diría, tenía la barra hasta arriba y la puse a hacer pizzas y yo sirviendo cafés y ella ahí, como un pasmarote, la tuve que gritar que moviera el culo y luego no se que pasó que el moro la quería matar, no veas tío, menos mal que la guardia civil estaba en la barra y puso orden, no te creas que dijo adiós, cogió y se marchó dejándome plantado con todos los clientes. Ahora sí, que se volvería andando a Alcobendas porque a esa hora no había autobuses. No se cómo cojones llegaría a su casa, se fue andando por la nacional arriba, que se joda.


Así se lo contaría Juan pero bueno, quizás, se consoló Mariana, el chico de mantenimiento la entendería, pensaría en ella como una valiente que había escapado de una situación horrible: Un Domingo por la tarde de Agosto con el restaurante de la gasolinera lleno hasta los topes por culpa de un autobús repentino. Ella se había esforzado todo lo posible en poner cafés a toda velocidad y hacer bocadillos pero aun así Juan había decidido que era demasiado lenta y la había mandado a hacer las pizzas. Y ella no sabía hacer pizzas, pero a Juan eso no le había importado, que te pongas con las pizzas Mariana, venga. Lo peor no era el calor del horno y que se hubiera quemado los dedos con la plancha. Lo peor había sido ese moro que la había seguido hasta el mostrador mirándola con ojos medio cerrados, las manos largas señalándolo todo, hablaba español, tenía algo tan sucio en la mirada que Mariana había mirado a Juan pidiéndole ayuda. Pero Juan nada, al contrario, mueve el culo la había gritado, humillándola más delante del moro que se había reído, mira bonita quiero una porción con mucho queso, pero no me pongas cerdo eh que nosotros no podemos comer cerdo ya sabes, porque somos musulmanes y oye por qué tienes esa cara, no te estoy diciendo nada malo, date prisa, que vienen mis hermanos, tienes ojos muy bonitos y tetitas, ¿no me miras?, ¿estas casada? yo no te dejaría trabajar aquí si estuvieras así de buena, de verdad, que estas buena, muy buena ¿sabes? Mariana escuchaba y ponía los ingredientes de espaldas y ahora él decía algo de su culo y Mariana pensaba que el chico de mantenimiento le hubiera partido la cara al moro si hubiera estado allí pero ahora, qué es lo que podía hacer ella, no me pongas cerdo, eso no se te olvide, venga, mírame con una sonrisa, ahora ¿si? Mariana había visto el envoltorio de plástico con las lonchas de jamón y rápidamente había cogido un puñado de ellas enterrándolas bajo la mozzarela rayada, le latía el corazón deprisa pero ahora sí que había sonreído al meter la pizza en el horno, cuando Juan la llamaba para que mientras la pizza se hacia le ayudara en la barra, ella había seguido sonriendo limpiándose las manos en el delantal y los hermanos del moro habían venido del baño y la habían mirado de arriba a abajo murmurando con lascivia guapa y Juan lo había oído pero no había dicho nada, las gotas de sudor le caían por la nuca, el cuello rollizo y rojo, la había empujado, gruñendo, saca las tazas limpias del lavavajillas.

Pero como Mariana ya había decidido que se iba todo comenzaba a importarle nada, pensaba que sólo quería salir de allí cuanto antes y fumarse un cigarro y sentarse en un banco junto a la carretera para esperar al autobus sin pensar en nada.


Más tarde, cuando la pizza había sido cortada en porciones y era engullida por el moro y sus hermanos Mariana casi había olvidado las lonchas de jamón que había camuflado entre el queso pero se lo recordaron los gritos y el estruendo de la bandeja cayendo al suelo y el moro vomitando, metiéndose los dedos dentro de la garganta y Juan y su cara de pánico, los agujeros de la nariz dilatados y los ojos fijos en el grupo de árabes, me cago en su puta madre, dijo. Mariana retrocedió, el moro había vomitado la pizza y la buscaba con los ojos enrojecidos y le contaba a gritos en árabe a sus hermanos lo que había pasado, que la chica ésa y la señalaba, le había metido el cerdo adrede en la pizza, y ya iban todos hacia ella, vociferando, Juan cagandose en dios y la Guardia Civil que se acercaba despacio desde el final de la barra. Mariana se zafó de la mano de Juan que intentó agarrarla cuando echó a correr hacía los vestuarios. Se había quitado el delantal con manos temblorosas, desnudándose bajo la luz enfermiza del cuarto mal ventilado, pensando que no tenia cigarrillos, abriendo la taquilla de Paloma hasta encontrar un cigarro en el bolsillo de su delantal. Suficiente para salir pitando por la puerta de atrás, calzándose las sandalias, los cubos de basura apestando tras el calor del día, un gato de ojos fluorescentes mirándola. Corrió por el desmonte hasta llegar al borde de la autopista, se sujetó el pelo y bajó la cabeza pensando que andaría hasta el tren, sabía donde estaba, y una vez allí se fumaría el cigarro pero primero tenia que llegar a la estación, ésa era la meta y no se daría el placer de fumar hasta que no llegara y le ardían las plantas de los pies y los camiones cuando pasaban a su lado levantaban una nube de polvo y calor asfixiante pero lo importante era seguir adelante, no mirando a las caras de los conductores, no llorando, por qué iba a hacerlo, que se jodan, se dijo.



Mariana respiró hondo pensando en la cara del chico de mantenimiento, la cara que pondría al pensar en ella, porque por fuerza pensaría en ella, tenía que hacerlo. Entonces vio las luces del tren de cercanías acercándose, rojas y brillantes bajo la calina de la tarde, se levantó de un salto limpiándose las posaderas y buscó el bono transporte llena de alegría; el tren venía, no podía creerlo.







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